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Neurociencia en el deporte: evidencia, exageraciones y espejismos

Introducción

En los últimos 20 años, la neurociencia ha emergido como una de las ramas más influyentes (y comercialmente explotadas) dentro del campo de las ciencias aplicadas al rendimiento humano. Desde el boom del “neurotodo” en las publicaciones generalistas hasta las licencias millonarias de tecnologías cognitivas aplicadas al deporte, parece imposible asistir a una conferencia de alto rendimiento sin al menos una mención a la “neuroplasticidad” o el “entrenamiento perceptivo-cognitivo”. Pero ¿cuánto de todo eso es verdaderamente relevante para el rendimiento deportivo? ¿Cuánto es real, replicable, útil… y cuánto es puro humo con luces LED?

Para ser justos, hay una base sólida desde la cual parte esta fascinación. La evidencia es clara en un aspecto: los deportistas de élite no solo corren más rápido o saltan más alto. También piensan mejor, perciben patrones más rápidamente, y deciden bajo presión con una eficiencia que parecería casi instintiva. Desde Lionel Messi reconociendo microespacios en menos de un segundo hasta un boxeador olímpico ejecutando combinaciones que anticipan reacciones del oponente antes de que ocurran, hay algo profundamente diferencial en el funcionamiento mental del atleta de élite.

Uno de los marcos más citados en neurociencia aplicada al deporte —especialmente en contextos tácticos y de alta presión— es el OODA loop, propuesto originalmente por el coronel John Boyd en el ámbito militar. OODA es el acrónimo de Observe – Orient – Decide – Act (Observar, Orientarse, Decidir, Actuar). El ciclo describe el proceso mediante el cual un individuo analiza su entorno, lo interpreta, toma una decisión y ejecuta una acción, repitiendo ese proceso en tiempo real. En el deporte, este modelo ha sido adaptado para describir cómo los atletas procesan información sensorial, filtran estímulos relevantes, anticipan patrones y ejecutan respuestas motoras. Cada duelo, disputa por espacio, tiempo, elemento o posición se reduce a el OODA loop de un atleta colisionando y tratando de romper el OODA loop del rival, el éxito se reduce a que OODA loop sale victorioso y cual colapsa. Sin embargo, lo que muchas veces se ignora es que la velocidad del OODA loop no depende de una mejora aislada de cada componente, sino de la integración contextual de todos ellos. Es decir, no sirve de nada observar más rápido si lo que se observa no tiene relación con el juego real, ni decidir antes si esa decisión se toma en un entorno artificial y sin consecuencias. Por eso, entrenar el “ciclo OODA” con estímulos lumínicos o tareas abstractas no representa una mejora real en el rendimiento deportivo, sino una simplificación ingenua de un sistema mucho más complejo, situado y dependiente del contexto.

La neurociencia, en su vertiente más honesta y rigurosa, busca explicar esto. Y lo hace explorando la actividad cerebral, la organización de redes neuronales, los mecanismos atencionales, el procesamiento predictivo y la integración sensoriomotora. Algunos descubrimientos son fascinantes y relevantes: la eficiencia neural en expertos, la especialización de ciertas regiones frontoparietales en decisiones rápidas, o incluso las modulaciones corticales tras procesos de fatiga.

El problema, sin embargo, comienza cuando esta evidencia compleja, matizada y contextual, se transforma en productos, en programas de entrenamiento cerebral, en dispositivos que prometen mejorar la toma de decisiones con luces LED y estímulos irreales, y en un discurso simplista que promete mejorar la “cognición” con 10 minutos diarios de uso de alguna app.

La paradoja es que cuanto más se estudia el cerebro en acción, más evidente se vuelve que ese cerebro está encarnado, situado y condicionado por el entorno. Y que sacarlo de ese contexto –ponerlo frente a una pantalla con bolitas que se mueven o luces que parpadean en orden aleatorio– no lo entrena, lo empobrece.

Teoría del aprendizaje motor – Sujeto, tarea y ambiente

Para entender por qué gran parte de la tecnología “neuro” aplicada al deporte falla en generar mejoras reales, es necesario retroceder y tomar un marco más ecológico: la teoría del aprendizaje motor o del sistema de acción, o lo que desde el enfoque ecológico se denomina “la tríada indivisible de sujeto, tarea y ambiente”.

La conducta motriz –y con ella, el rendimiento deportivo– no es producto exclusivo de la intención individual, ni de una capacidad cognitiva aislada, sino del entrelazamiento dinámico entre:

  • El sujeto (con sus capacidades físicas, cognitivas, afectivas y perceptivas);
  • La tarea (con sus reglas, objetivos, restricciones espacio-temporales y exigencias específicas); y
  • El ambiente (con sus condiciones físicas, sociales y contextuales, que varían en tiempo real).

Manipular cualquiera de estos elementos implica alterar el sistema completo. Y es ahí donde muchas intervenciones “neuro” fracasan: al modificar radicalmente el ambiente o la tarea, crean entornos artificiales que anulan la especificidad. El resultado es una ilusión de progreso (mejora en un test de luces o en una tarea de seguimiento visual) sin ninguna transferencia al juego real.

Es una ecuación de suma cero: cuanto más te alejas del contexto competitivo real, menos probable es que la mejora observada en ese nuevo entorno se traslade a la cancha. Es por eso que mejorar el tiempo de reacción ante un estímulo luminoso no implica mejorar la toma de decisiones en un partido de básquet donde hay ambigüedad, presión, múltiples jugadores y reglas implícitas.

El espejismo del “neuroentrenamiento”: luces, pantallas y falsas promesas

Desde hace más de una década, ha proliferado un conjunto de herramientas vendidas bajo el rótulo de “neurotraining” o “entrenamiento perceptivo-cognitivo”. Dispositivos como NeuroTracker, Fitlight, Blazepod, Rezzil, e incluso sistemas más primitivos como los “neural sticks” o estímulos LED, se presentan como soluciones tecnológicas capaces de mejorar habilidades clave del rendimiento deportivo: atención, tiempo de reacción, toma de decisiones, memoria de trabajo, visión periférica, procesamiento visual.

La propuesta es tentadora. ¿Quién no querría aumentar sus “capacidades cognitivas” sin necesidad de correr, saltar o entrenar bajo fatiga? Sin embargo, cuando se analiza con seriedad, emerge una verdad incómoda: estas herramientas raramente demuestran efectos transferibles al rendimiento real en competencia, y la mayoría de los estudios que reportan beneficios lo hacen en contextos artificiales, con tareas simplificadas y métricas engañosamente optimistas.

NeuroTracker: la promesa no cumplida del 3D-MOT

NeuroTracker es, posiblemente, el más “académico” de estos dispositivos. Basado en tareas de seguimiento de objetos múltiples en entornos 3D virtuales, ha sido utilizado en estudios con pilotos, jugadores de fútbol, militares y deportistas de alto nivel. Algunos trabajos muestran mejoras en indicadores como el Multiple Object Tracking (MOT), o incluso en ciertos test de atención dividida.

Pero hay un detalle clave: la mejora ocurre en el mismo tipo de tareas que el dispositivo propone. No fuera de ellas. Es lo que en psicología del aprendizaje se conoce como “near transfer”: mejorar en un ejercicio muy parecido al de entrenamiento.

Lo que no aparece, o aparece muy débilmente, es el “far transfer”: la capacidad de transferir esas mejoras cognitivas a situaciones radicalmente diferentes, como leer la intención de un pase en un partido de fútbol, anticipar una secuencia táctica en rugby o ejecutar una defensa reactiva en MMA. Solo un puñado de estudios han mostrado efectos positivos en el campo, y muchos de ellos han sido financiados, directa o indirectamente, por los mismos desarrolladores del sistema.

Además, no hay claridad sobre qué habilidad se está entrenando exactamente. ¿Es atención visual? ¿Memoria de trabajo? ¿Velocidad de procesamiento? ¿Capacidad de inhibición? La ambigüedad conceptual, sumada al contexto artificial (sentado frente a una pantalla), debilita su supuesta aplicabilidad al deporte.

Fitlight, Blazepod y la dictadura del estímulo lumínico

Otra familia de dispositivos promueve el uso de estímulos luminosos en secuencias aleatorias para “mejorar la toma de decisiones y los tiempos de reacción”. En este grupo están Fitlight, Blazepod, e incluso consolas custom como SmartGoals. En muchos de ellos, el usuario debe golpear o tocar luces que se encienden según ciertos patrones, con o sin desplazamiento.

En general, estos dispositivos logran una cosa: mejorar la reacción a esos mismos dispositivos/estímulos. Esto no es menor: puede tener valor en rehabilitación neuromotora, entrenamiento básico de coordinación, o programas para jóvenes. Pero el problema llega cuando se pretende que eso se traduzca a un mejor rendimiento bajo presión, en entornos dinámicos, con rivales y con decisiones tácticas.

Y aquí entra nuevamente la teoría del aprendizaje motor: en estas tareas, el ambiente está completamente descontextualizado, la tarea es trivial (tocar una luz) y el sujeto no está expuesto a las condiciones del juego real. El resultado es un entrenamiento que genera mejoras en un sistema cerrado, pero que pierde todo valor cuando el entorno cambia, cuando hay oposición, o cuando hay que decidir entre múltiples opciones con consecuencias.

Ahora bien, quizá el valor diferencial de estas herramientas no radique tanto en su supuesta transferencia directa al juego, sino en su capacidad para generar contextos de entrenamiento competitivos, dinámicos y medibles, sobre todo en tareas como cambios de dirección (COD), aceleraciones o estímulos variados que requieren reacciones físicas rápidas. En ese sentido, dispositivos como Neural Trainer ofrecen una ventaja: permiten diseñar tareas simples pero exigentes, con datos objetivos en tiempo real, posibilidad de programar secuencias variables, y aplicación simultánea en varios atletas. Esto ayuda no solo a mantener el interés y el compromiso, sino también a estimular la atención bajo fatiga o alta velocidad.

Dicho esto, es importante aclarar que su utilidad se restringe a la mejora de cualidades físicas específicas como la aceleración, el tiempo de reacción motora o la velocidad en tareas abiertas, pero no tiene sentido suponer que estas mejoras impacten directamente en la toma de decisiones del juego real, donde la percepción, el contexto y la incertidumbre son radicalmente diferentes.

Parte del problema con estas tecnologías es que se insertan en una lógica que podríamos llamar “el fetiche de lo cuantificable”. Como ofrecen métricas claras (tiempo de reacción, velocidad de procesamiento, aciertos por minuto), generan la ilusión de progreso objetivo. Pero esas métricas no reflejan ninguna conducta táctica ni decisional real.

Esto genera un riesgo pedagógico profundo: reducir la toma de decisiones al acto de responder rápido a un estímulo predeterminado, cuando en realidad, las decisiones en el deporte son lentas, ambiguas, situadas, y muchas veces contraintuitivas. El “mejor decisor” no es el más rápido, sino el más eficiente, el que evalúa el contexto, el rival, el tiempo restante, el marcador y las intenciones del equipo. Algo que ninguna luz LED te puede entrenar.

Neurocrítica: cómo evaluar si una herramienta tiene sentido (o es otra moda cara)

La historia del deporte está llena de modas. Desde cámaras hiperbáricas hasta electroestimulación, desde chalecos vibratorios hasta sistemas de entrenamiento oculomotor, cada década trae consigo su propio “atajo tecnológico”. Pero el patrón se repite: la mayoría promete más de lo que entrega, se basa en evidencia débil, y desaparece una vez que el mercado se satura o los resultados no llegan.

Las herramientas de neuroentrenamiento parecen seguir ese camino. No porque la neurociencia sea irrelevante —todo lo contrario—, sino porque su traducción práctica en dispositivos ha sido superficial, descontextualizada y excesivamente comercial.

Entonces… ¿cómo evaluar si una herramienta cognitiva tiene valor real en el deporte?

Check-list crítico para evaluar herramientas “neuro”

1. ¿Qué habilidad pretende mejorar?

  • Si no queda claro qué función específica se está entrenando es una red flag.
  • Evitar conceptos vagos como “performance cognitiva general”.

2. ¿Hay transferencia más allá del entorno de práctica?

  • Near transfer ≠ far transfer. Si las mejoras solo se observan en el test similar a la tarea entrenada, el impacto en el juego real es nulo.

3. ¿El contexto de entrenamiento simula el entorno real del deporte?

  • ¿Hay incertidumbre? ¿Oposición? ¿Reglas? ¿Presión temporal y emocional?
  • Si la tarea es tocar una luz o seguir una esfera en pantalla, no hay especificidad alguna de ningún tipo en ningún lugar.

4. ¿La herramienta puede integrarse a una práctica real con el equipo?

  • Muchas soluciones son individuales, sedentarias, costosas y requieren sesiones aisladas. Esto las vuelve poco viables en estructuras deportivas reales.

5. ¿Quién hizo el estudio? ¿Hay conflictos de interés?

  • Revisa si el paper está financiado por la empresa. La mayoría de los estudios positivos de NeuroTracker, Fitlight y similares vienen del mismo círculo que los comercializa.

6. ¿Existe un marco teórico que respalde su lógica de acción?

  • Si no se justifica desde modelos de aprendizaje motor, neurociencia integrativa o teoría ecológica, lo más probable es que sea una extrapolación sin fundamento.

A pesar de esta crítica, el punto de partida sigue siendo válido. Los mejores deportistas sí tienen ventajas cognitivas: perciben antes, filtran mejor, anticipan más rápido, se adaptan a cambios complejos bajo presión. Pero esas ventajas no se desarrollan con bolitas en 3D ni luces en el piso. Se construyen en el juego mismo, con años de experiencia, de práctica deliberada, de exposición a problemas reales, ambigüedad, error, caos y presión contextual.

Entrenar la cognición no es iluminar una sala oscura con una linterna LED. Es entrenar al jugador como un sistema completo —sensorial, motor, emocional, táctico, social— que aprende a decidir mejor cuando la situación lo exige, y no cuando un test lo simula.

El mundo del deporte necesita innovación. Pero necesita, sobre todo, pensamiento crítico. La modernidad tecnológica sin marco epistemológico solo crea espejismos. Como entrenadores, preparadores o científicos aplicados, debemos hacer preguntas incómodas: ¿Qué estamos mejorando? ¿Por qué? ¿Cómo sabemos que eso se traduce al juego?

La verdadera revolución no vendrá con cascos de EEG ni con suscripciones mensuales a “entrenadores cerebrales”. Vendrá cuando entendamos que el cerebro no se entrena por separado del cuerpo, ni el cuerpo sin contexto.

El movimiento siempre es una interacción entre el individuo, la tarea y el entorno. El cerebro forma parte del sistema, no su conductor externo. Ignorarlo, es entrenar un fantasma.

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